Wednesday 26 December 2012

POST LXXVI - ¿El fin?




Al descender, Marcos podía oír a los infectados derribando puertas y estallando cristales… estaban cerca. Preocupado en llegar al piso de Eduardo lo antes posible, no vio al muerto que subía las escaleras. Se golpeó de frente contra la criatura y al instante sintió un vaho cálido en sus mejillas. Poniendo su pie por delante pudo evitar caer al suelo al igual que el zombie, el cual cayó de espaldas, momento que Marcos aprovechó para destrozarle el cráneo de un pisotón.

Dejando al infectado esparcido en el rellano —y abrumado por la facilidad con la cual había conseguido irrumpir en el edificio—, Marcos giró a la izquierda y corrió hacia el piso de Eduardo al mismo tiempo que el aullido de un perro se extinguía. Si olvidaba llevarse la manga de su jersey a la frente, su visibilidad era idéntica a la que había sufrido en la azotea. Falto de aire, llegó a su destino y sintió como se le encogía al pecho al comprobar que la puerta estaba entornada. Como si empujara una posesión preciada, la abrió.

—¿Eduardo?

Su pie sintió una sustancia pegajosa y resbaladiza, por lo que tuvo que agarrarse al marco de la puerta para no caer. El olor del líquido llegó a su nariz, inconfundible, macabro e insensible: sangre. En ese mismo instante, oyó un sonido gorjeante a su derecha y, mirando hacia abajo mientras sus ojos se acostumbraban a la nueva luminosidad, se encontró a Eduardo; parecía querer decir algo, pero de su boca no brotaba más que sangre. Su camisa estaba rajada a la altura pectoral y un torrente de líquido rojo fluía sin piedad.

—No te preocupes —la voz de Mario provenía de la cocina—, a la niña no le he hecho nada —Marcos pudo ver entonces la espada en sus manos y como éste limpiaba parsimoniosamente su hoja ensangrentada—. Ahora, no puedo decir lo mismo del perro. El muy desgraciado trató de morderme una vez más. Estarás contento en saber que tu nuevo juguete lo atravesó como si fuese mantequilla.

—¿Dónde está Claudia, hijo de la gran puta? —profirió Marcos mientras oía como la vida abandonaba a Eduardo a sus pies.

—¡Aquí! —gritó la jovencita desde la cocina, su voz activando cada músculo y nervio de Marcos.

—¡Eh! Un paso más y la pequeña comparte el destino de su perro.

—¿Eres tan maricón que aun teniendo un arma, te rehúsas a enfrentarme? —inquirió para luego escupir al suelo—. Por eso es que Cristina disfrutaba más conmigo…

Mario no desperdició ni un segundo, abandonó la cocina y sosteniendo la espada a la altura de la cintura fue a por su enemigo.

—Nunca deberías haber venido aquí, idiota, ahora tú y tus amigos vais a ser comida para los podridos —dijo agachándose un poco, enseñando los dientes—. Has contaminado este lugar desde el primer día, ahora esos cadáveres van a hacer una buena limpieza.

—¿Has sido tu quien los ha traído hasta aquí, verdad?

—¡¿Quién más?! —respondió con una mueca de satisfacción.

—Ya están dentro, enfermo mental —espetó Marcos, imitando la posición de Mario, tensando sus dedos—. ¿Cómo piensas escapar?

Los ojos de Mario bailaron indecisos en sus órbitas, hasta que sus pómulos se juntaron con sus ojos y se lanzó a por Marcos. La espada cortó el aire en el preciso lugar de donde Marcos se había movido repentinamente. Enfurecido, Mario deslizó la hoja hacia su derecha en posición horizontal, cortando esta vez parte del jersey de Marcos y abriendo una herida superficial en su abdomen. Marcos gruñó y, percatándose de que Mario había quedado expuesto, golpeó su estómago mediante una patada. Éste se vio forzado a dar un paso atrás; Marcos aprovechó el momento golpeándole justo debajo del mentón con su puño cerrado. Con la mirada nublada, Mario soltó una estocada que paso a unos cuantos centímetros de la cabeza de Marcos. Como si por sus venas corriera lava, Marcos continuó dando pasos hacia adelante, avanzando y golpeando con sus puños a un aturdido Mario, que propiciaba inocuas y previsibles estocadas.

—¿De qué te sirve la espada, eh, hijo de puta? —pronunció Marcos disfrutando como la sangre tibia de su adversario bañaba sus nudillos.

Mario estaba a punto de ser acorralado y golpeado hasta la muerte, cuando Cristina entró por la puerta.

—¡No! —su grito agudo ensordeció a Marcos, quien la contempló atónito.

Mario, sin embargo, aprovechó la situación, y, retractando su brazo, lo llevó hacia adelante con tanta violencia que la punta de la espada atravesó la espalda de Marcos.

—¡Papi! —la voz de Claudia era una plegaria.

Enseguida Marcos experimentó una pérdida de fuerza total, su boca se llenó de sangre y sus rodillas cedieron ante el peso de su cuerpo. Un dolor agudo, como nunca había experimentado, acompañó a la brusca retirada del gladius por parte de Mario, al mismo tiempo que una calidez comenzaba a rodear la herida. «¡Ja!» exclamó Mario triunfal, antes de coger a Marcos por los hombros y lanzarlo contra la pared. Éste aterrizó de espaldas al viejo reloj, rompiendo el cristal que protegía al péndulo y clavándoselo en su ya maltratada espalda. Mario lamió sus labios y sentenció:

—No te preocupes, yo cuidaré de las dos.

Las ácidas palabras fueron aún más dolorosas que la estocada que atravesó su abdomen y el reloj de péndulo, destruyendo así carne, hueso, vidrio, metal y madera al mismo tiempo. De a poco el aire comenzó a abandonarle, mientras Marcos abría la boca en vano. Sus párpados pesaban demasiado como para mantenerlos abiertos y, mientras su mundo se desmoronaba y se tornaba negro a su alrededor, en sus oídos resonaban cual tambores los rugidos de los muertos, mezclados con el llanto de su hija.
















 




•••
   
Como si le hubiesen inyectado oxígeno en los pulmones, Marcos abrió los ojos completamente ignorante de su paradero. Un fuerte gusto a sangre hizo que tragara frunciendo la nariz. Lentamente, sus pupilas se fueron adaptando a la omnipresente luminosidad. Su corazón comenzó a latir fuertemente e, instintivamente, se llevó una mano al pecho… esperaba encontrar «algo» allí, pero no halló más que las palpitaciones de su corazón. A cuenta gotas, cada detalle que le rodeaba iba haciéndosele visible; el sofá, los cuadros, la tele, la casa… su casa… en Coslada. El sonido de una línea en espera se hizo audible en su oído derecho, y, mientras intentaba procesar la cuantiosa cantidad de experiencias, se percató del móvil en su mano.

—¿Hola? —la voz de María en el teléfono fue como una bofetada.

—¿Hola? —repitió dulcemente, inconfundible.

Incapaz de expresar palabra alguna, Marcos echó un aprensivo vistazo a su alrededor. En la mesa de centro a sus pies había un periódico intitulado «Rumores sobre la posible muerte del presidente del BCE», la fecha indicaba 15 de octubre de 2011.






  


FIN


 

POST LXXV - ¡Feliz Navidad! III

—¡Laura y Cristina! —exclamó Marcos al instante mientras el color abandonaba su rostro.

Aun en medio del pánico Rambo intuía que algo no iba del todo bien y ladraba mirando de un lado a otro, Eduardo se aseguró de dejar la radio cuidadosamente en la encimera. Luego a paso decidido se encamino hacia la puerta.

—Tú quédate con la niña, yo voy a buscarlas.

Marcos reaccionó ágilmente reduciendo la distancia que les separaba, poniéndose por delante de su amigo; posó su mano insegura en el hombro de Eduardo y trató de calmar su voz.

—Sé que no es momento para discutir, amigo. Aun así, creo que, ambos estaremos de acuerdo, sería más apropiado que vaya yo —las palabras fueron incomprensibles para Claudia, quien miró a Marcos con los ojos bien abiertos—.

—No estoy de acuerdo pero tienes razón, no hay tiempo para debates —respondió y luego señaló de forma agitada al sofá—. Llévate la espada.

Marcos fue a por ella rápidamente pero no la  halló. Su mente intentó ofrecerle posibles explicaciones que él no tenía tiempo para evaluar. Se dio la vuelta y salió corriendo de la casa, dando un portazo que coincidió con la mirada de Eduardo sobre el sofá vacío.

•••

Debido a la presteza, Marcos olvidó coger su linterna. Haciendo uso de su memoria, y desafiando las penumbras, se dirigió a la planta de arriba, al piso que solía habitar Laura. Los gritos agonizantes se oían demasiado cerca, asemejando el griterío de un campo de fútbol. Además, Marcos detectaba otros sonidos que no conseguía asimilar. Dejando de un lado la incertidumbre en su mente, pegó un salto en los últimos escalones y, luego de mirar de izquierda a derecha en busca de hostiles, se encontró frente la puerta que buscaba. El silencio que le recibió quiso enviarle una mala señal, pero Marcos decidió apartar todo pensamiento. Jadeando, cogió el picaporte y abrió la puerta.

•••

Los pasos de Marcos pronto se volvieron inaudibles y Claudia y Eduardo se quedaron acompañados por los gemidos infernales. Eduardo le pidió a la niña que se quedará junto al piano. Él se aseguró de cerrar la puerta y luego echó un vistazo a través de la ventana. Sus cansados ojos no fueron capaces de divisar más que oscuridad; un negro que lo envolvía todo y que, sin embargo, no camuflaba aquellos sonidos que parecían bailar en la oscuridad y ser transportados por el viento. «Lo sabía» se dijo entre dientes, «sabía que aquellas estúpidas cajas no aislarían el sonido… y toqué el puto piano de todas formas.» Un olor agrio golpeo su nariz de pronto y sólo le llevó un instante reconocerlo.

—No, Claudia —dijo yendo donde la niña—. No tengas miedo, todo va a estar bien —le aseguró mientras la abrazaba y sentía como se humedecían sus ropas.

[TOC—TOC]

El golpe en la puerta hizo que un temblor recorriera el cuerpo de Eduardo, del cual se compuso enseguida ofreciéndole una laboriosa sonrisa a Claudia.

—¿Lo ves? ¡Ese es Marcos! Quédate aquí —dijo al ponerse de pie.

Como si sus manos no le pertenecieran, Eduardo tuvo que intentar abrir la puerta unas cuantas veces antes de tener éxito. La llave giró y Eduardo tiró hacia adentro. Del otro lado de la puerta le esperaba un hombre más alto que él, vestido con harapos, ostentando una horrenda cicatriz en el costado derecho de su cara; de pronto, ésta se arrugo como si fuera la piel de una lombriz, al mismo tiempo que una sonrisa se dibujaba en los labios del hombre. Entonces, Mario empuñó la espada y con un resplandor en sus ojos, le propició una estocada a Eduardo en el pecho.

•••

Los ojos de Marcos no podían procesar lo que veía, se los frotó con violencia e intentó hablar una vez más.

—¿Qué es esto? —dijo con una voz que no asemejaba la suya.

Una única vela en el salón iluminaba el cuerpo inerte, desnudo y ensangrentando de Laura postrado encima del sofá. A escasos metros, y acurrucada en una esquina, Cristina lloraba sin parar.

—¿Qué ha pasado? —espetó Marcos zarandeándola de los hombros.

La mujer ni siquiera le miraba. Entonces, un objeto a su lado llamó su atención, la luz de la vela iluminó la pequeña figura de Rómulo y Remo en la vaina de madera de su espada… sólo la vaina estaba en la casa. «Mario» le susurró su lógica.

—¡Hija de puta! —exclamó dándose la vuelta, ahogando sus pulmones con tal de llegar al piso de Eduardo.