Al
descender, Marcos podía oír a los infectados derribando puertas y estallando
cristales… estaban cerca. Preocupado en llegar al piso de Eduardo lo antes
posible, no vio al muerto que subía las escaleras. Se golpeó de frente contra
la criatura y al instante sintió un vaho cálido en sus mejillas. Poniendo su
pie por delante pudo evitar caer al suelo al igual que el zombie, el cual cayó
de espaldas, momento que Marcos aprovechó para destrozarle el cráneo de un
pisotón.
Dejando al
infectado esparcido en el rellano —y abrumado por la facilidad con la cual
había conseguido irrumpir en el edificio—, Marcos giró a la izquierda y corrió
hacia el piso de Eduardo al mismo tiempo que el aullido de un perro se extinguía.
Si olvidaba llevarse la manga de su jersey a la frente, su visibilidad era idéntica
a la que había sufrido en la azotea. Falto de aire, llegó a su destino y sintió
como se le encogía al pecho al comprobar que la puerta estaba entornada. Como
si empujara una posesión preciada, la abrió.
—¿Eduardo?
Su pie
sintió una sustancia pegajosa y resbaladiza, por lo que tuvo que agarrarse al
marco de la puerta para no caer. El olor del líquido llegó a su nariz,
inconfundible, macabro e insensible: sangre. En ese mismo instante, oyó un
sonido gorjeante a su derecha y, mirando hacia abajo mientras sus ojos se
acostumbraban a la nueva luminosidad, se encontró a Eduardo; parecía querer
decir algo, pero de su boca no brotaba más que sangre. Su camisa estaba rajada
a la altura pectoral y un torrente de líquido rojo fluía sin piedad.
—No te
preocupes —la voz de Mario provenía de la cocina—, a la niña no le he hecho
nada —Marcos pudo ver entonces la espada en sus manos y como éste limpiaba
parsimoniosamente su hoja ensangrentada—. Ahora, no puedo decir lo mismo del
perro. El muy desgraciado trató de morderme una vez más. Estarás contento en
saber que tu nuevo juguete lo atravesó como si fuese mantequilla.
—¿Dónde está
Claudia, hijo de la gran puta? —profirió Marcos mientras oía como la vida
abandonaba a Eduardo a sus pies.
—¡Aquí!
—gritó la jovencita desde la cocina, su voz activando cada músculo y nervio de
Marcos.
—¡Eh! Un
paso más y la pequeña comparte el destino de su perro.
—¿Eres tan
maricón que aun teniendo un arma, te rehúsas a enfrentarme? —inquirió para
luego escupir al suelo—. Por eso es que Cristina disfrutaba más conmigo…
Mario no
desperdició ni un segundo, abandonó la cocina y sosteniendo la espada a la
altura de la cintura fue a por su enemigo.
—Nunca
deberías haber venido aquí, idiota, ahora tú y tus amigos vais a ser comida
para los podridos —dijo agachándose un poco, enseñando los dientes—. Has contaminado
este lugar desde el primer día, ahora esos cadáveres van a hacer una buena
limpieza.
—¿Has sido
tu quien los ha traído hasta aquí, verdad?
—¡¿Quién
más?! —respondió con una mueca de satisfacción.
—Ya están
dentro, enfermo mental —espetó Marcos, imitando la posición de Mario, tensando
sus dedos—. ¿Cómo piensas escapar?
Los ojos de
Mario bailaron indecisos en sus órbitas, hasta que sus pómulos se juntaron con
sus ojos y se lanzó a por Marcos. La espada cortó el aire en el preciso lugar
de donde Marcos se había movido repentinamente. Enfurecido, Mario deslizó la
hoja hacia su derecha en posición horizontal, cortando esta vez parte del
jersey de Marcos y abriendo una herida superficial en su abdomen. Marcos gruñó
y, percatándose de que Mario había quedado expuesto, golpeó su estómago mediante una
patada. Éste se vio forzado a dar un paso atrás; Marcos aprovechó el momento golpeándole
justo debajo del mentón con su puño cerrado. Con la mirada nublada, Mario soltó
una estocada que paso a unos cuantos centímetros de la cabeza de Marcos. Como
si por sus venas corriera lava, Marcos continuó dando pasos hacia adelante,
avanzando y golpeando con sus puños a un aturdido Mario, que propiciaba inocuas
y previsibles estocadas.
—¿De qué te
sirve la espada, eh, hijo de puta? —pronunció Marcos disfrutando como la sangre
tibia de su adversario bañaba sus nudillos.
Mario estaba
a punto de ser acorralado y golpeado hasta la muerte, cuando Cristina entró por
la puerta.
—¡No! —su
grito agudo ensordeció a Marcos, quien la contempló atónito.
Mario, sin
embargo, aprovechó la situación, y, retractando su brazo, lo llevó hacia
adelante con tanta violencia que la punta de la espada atravesó la espalda de
Marcos.
—¡Papi! —la
voz de Claudia era una plegaria.
Enseguida
Marcos experimentó una pérdida de fuerza total, su boca se llenó de sangre y
sus rodillas cedieron ante el peso de su cuerpo. Un dolor agudo, como nunca
había experimentado, acompañó a la brusca retirada del gladius por parte
de Mario, al mismo tiempo que una calidez comenzaba a rodear la herida. «¡Ja!»
exclamó Mario triunfal, antes de coger a Marcos por los hombros y lanzarlo
contra la pared. Éste aterrizó de espaldas al viejo reloj, rompiendo el cristal
que protegía al péndulo y clavándoselo en su ya maltratada espalda. Mario lamió
sus labios y sentenció:
—No te
preocupes, yo cuidaré de las dos.
Las ácidas
palabras fueron aún más dolorosas que la estocada que atravesó su abdomen y el
reloj de péndulo, destruyendo así carne, hueso, vidrio, metal y madera al mismo
tiempo. De a poco el aire comenzó a abandonarle, mientras Marcos abría la boca en
vano. Sus párpados pesaban demasiado como para mantenerlos abiertos y, mientras
su mundo se desmoronaba y se tornaba negro a su alrededor, en sus oídos
resonaban —cual tambores— los rugidos de los muertos, mezclados con el llanto de
su hija.
•••
Como si le
hubiesen inyectado oxígeno en los pulmones, Marcos abrió los ojos completamente
ignorante de su paradero. Un fuerte gusto a sangre hizo que tragara frunciendo
la nariz. Lentamente, sus pupilas se fueron adaptando a la omnipresente
luminosidad. Su corazón comenzó a latir fuertemente e, instintivamente, se
llevó una mano al pecho… esperaba encontrar «algo» allí, pero no halló más que
las palpitaciones de su corazón. A cuenta gotas, cada detalle que le rodeaba
iba haciéndosele visible; el sofá, los cuadros, la tele, la casa… su casa… en
Coslada. El sonido de una línea en espera se hizo audible en su oído derecho,
y, mientras intentaba procesar la cuantiosa cantidad de experiencias, se
percató del móvil en su mano.
—¿Hola? —la
voz de María en el teléfono fue como una bofetada.
—¿Hola? —repitió dulcemente, inconfundible.
Incapaz de expresar palabra alguna, Marcos echó un aprensivo
vistazo a su alrededor. En la mesa de centro a sus pies había un periódico
intitulado «Rumores sobre la posible muerte del presidente del BCE», la fecha
indicaba 15 de octubre de 2011.
FIN
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