Madrid 24 de Diciembre de 2011
18:19
Después de volver de nuestro provechoso viaje, nos
ausentamos con Eduardo —y sus binoculares— de su piso y de la felicidad general (incluso
Cristina nos regalaba una sonrisa). Cogimos unas latas de atún, dos
botellas de agua y nos dirigimos a la azotea para escudriñar la zona... Es como
si ahora mismo tuviera en mi posesión un tesoro copioso, y hasta que no pueda
enterrarlo sin ser descubierto, o, poder deshacernos de los «piratas» que
podrían llegar a dar con él, no me sentiré seguro.
Disponíamos de una hora de luz aproximadamente; lo
cual, en un día como hoy, no es decir mucho. Nubes grises pululaban por el
cielo, jugando con nuestro ánimo. Allí arriba, el viento soplaba testarudo y me
encontré, en más de una ocasión, cruzándome de brazos para protegerme de la
ventisca.
—¿Dónde crees que estará? —preguntó Eduardo
acomodándose la capucha de su abrigo azul sobre la cabeza.
Sopesé la respuesta unos segundos, acercándome a la
cornisa y mirando hacia la distancia.
—No lo sé —me sinceré—, pero si le encontramos…
Eduardo caminó hasta quedar a mi lado, sacó los prismáticos
de su mochila con una sonrisa y me los ofreció.
—¡A investigar se ha dicho!
Pude sentir —aun a través de mis guantes de lana— lo
fríos y pesados que estaban. Ni siquiera recordaba la última vez que había
usado un par de binoculares; debe haber sido de niño, ya que al ponerlos, con cierta
reverencia, ante mis ojos, fue a aquella etapa a la que me sentí transportado.
Al igual que con la espada, ciertos objetos tiene esa cualidad; me remontan a
una niñez que, curiosamente, hoy me ayuda a sobrevivir.
—¿Qué ves? —preguntó mi compañero, poniendo su mano en
mi hombro.
—Muchas cosas —respondí yo sin darme cuenta. Eduardo rio
con gusto y rompió el trance en el que me encontraba.
Le miré con cara de despistado, mientras él me daba
unas palmadas en la espalda.
—Hala, continua —dijo y fue a por las latas de atún.
Sería nuestra segunda, ya que habíamos devorado una al llegar de nuestra excursión. Eduardo volvió con una lata y
un tenedor, los cuales le cambié por sus binoculares.
—¡Nos vamos a mal acostumbrar! —exclamé con la boca
llena.
—Hay malas costumbres que valen la pena —dijo él
sentándose a mi lado y disponiéndose a comer su merienda.
—¿Cómo cuáles? —pregunté sin quitarle los ojos de
encima a mi sabrosa lata.
Eduardo se quedó callado por unos segundos, como si no
hubiese estado esperando mi contestación.
—Como ésta —dijo finalmente, riéndose—; como pasear,
nadar, cantar, tocar el piano... hacer el amor —se detuvo una vez más y, oteando a la
distancia, reanudó su discurso con mayor vigor—. ¿Lo ves? Las cosas más
placenteras, más humanas, son aquéllas que más nos exponen a los peligros de
este mundo. Es una dolorosa ironía.
Como siempre, el hombre tenía la habilidad de hacer
que mi mente deambulara; de dejarme estupefacto.
—En fin —prosiguió—, ¿cómo está la niña?
—No es mi hija —la verdad salió tan rápido de mi boca,
que creo haberme enterado al mismo tiempo que mi compañero.
—¿Qué?
—Claudia no es mi hija. Bueno, natural al menos
—contemplé las nubes grisáceas durante unos segundos, intentando armarme de
confianza para terminar una conversación que no había deseado iniciar—. Su
padre agonizante se presentó un día en mi piso de Coslada, donde murió a los
pocos minutos; me pidió que cuidara de su hija una vez él no estuviera. Han
pasado poco más de dos semanas, pero para mí se siente como si fuese toda una
vida. Este mundo le ha dado un nuevo significado al tiempo.
Eduardo absorbía las palabras como una esponja. Tras
sus ojos, podía ver cómo añadía la nueva información a la tarjeta intitulada «Marcos». Se llevó
un bocado de atún a la boca, y, después de tragar, añadió:
—Siempre me pareció que había algo extraño entre
vosotros dos —dijo pensativo—. Igualmente, tú eres su padre ahora y ella te
tiene por tal. No lo olvides, Marcos —apuntó mirándome a los ojos—. Esa niña te
necesita.
—Lo sé —respondí, mientras una brisa helada
revoloteaba mi cabello—. Créeme, yo también la necesito a ella.
—Vale, ¿has terminado de comer, obeso? —dijo de
repente, poniéndose de pie.
Tragué el último bocado de atún, terminé la botella de
agua y me reincorporé.
—Ahora sí —respondí y me restregué el dorso de la mano
por la boca.
Eduardo se llevó los binoculares a la nariz y comenzó
a otear en dirección sureste. Yo, valiéndome únicamente de mi vista, hacia otro
tanto y escrutaba las ventanas del bloque 2; algunas estaban ennegrecidas por
dentro y no se podía ver a través de ellas. Otras estaban destruidas y si uno
trazaba una línea recta desde la ventana hacia el suelo, sin excepción, allí encontraba
un infectado empalado. Aquel edificio se había transformado en una gigantesca
lápida en un, aun mayor, cementerio. El silencio sepulcral era agobiante e
invitaba a mi imaginación a llenar el edificio con gente viva, feliz, sana...
—Creo que veo algo —dijo Eduardo de improvisto.
—¿Mario? —increpé enseguida, siguiendo la dirección de
los binoculares.
—No estoy seguro —respondió inclinándose un poco
hacia adelante—. Podría jurar que es humano.
Una vez más, intenté divisar lo que Eduardo estaba
viendo sin éxito.
—Pues yo no veo más que coches, edificios, árboles y
algún que otro infectado dando vueltas.
Eduardo me miró un tanto fastidiado por no ser capaz
de ver lo mismo que él y me entregó los binoculares.
—Toma. La calle que da justo con la puerta de la
urbanización —se detuvo unos segundos y yo me limité a asentir—; síguela. La
persona —pronunció la palabra con incertidumbre— está a unos doscientos metros,
casi llegando a la esquina.
Recorrí entonces la calle con los binoculares —obviando
cuerpos, deshechos, coches destrozados y un centenar de hojas de los árboles de
alrededor, que al parecer deseaban camuflar el horror a sus pies— hasta dar con
la «persona». Al principio pensé que Eduardo estaba en lo correcto, el
individuo caminaba en dirección opuesta a nosotros, dándonos la espalda y,
debido a su manera tan humana de caminar, creí que era uno de nosotros. No
podía ser Mario, de todas maneras, puesto que la persona que deambulaba por la
calle aparentaba medir más que nuestro «vecino». Además, si la limitada
luminosidad no me engañaba, su cabello era de color rubio y no oscuro como el
de Mario.
Continué observándole, mi instinto me transmitía que
aquello que allí se movía era un humano; caminaba calle abajo, no se arrastraba
deambulando. Balanceaba sus brazos a los costados con cada paso que daba, no los
estiraba hacia adelante cual sonámbulo. Estaba a punto de comunicarle a Eduardo
que seguramente aquél fuera un superviviente, cuando un gato negro pasó detrás
de éste, persiguiendo una rata. Nuestra «persona» se dio la vuelta de un salto,
flexionó sus brazos y curvó sus dedos al mismo tiempo que dejaba escapar un
potente gruñido, el cual se hizo eco entre las fachadas de los edificios, y fue rebotando
de ladrillo en ladrillo hasta llegar a nuestros oídos.
—Ni es Mario —comenté devolviéndole los prismáticos—,
ni es una «persona».
Eduardo asintió y caminó aletargado hacia la esquina que daba a la pista de baloncesto. Mientras éste
escrutaba el paisaje, yo posé mis ojos en la cancha; la pelota deshinchada
seguía allí, se mecía a causa del viento y me invadió el deseo de jugar al
basket. Quería ir allí y tirar cientos de tiros, saltar, intentar hacer un
mate… ser libre. Las palabras de Eduardo entonces irrumpieron en mi memoria
«Las cosas más placentera, más humanas, son aquéllas que más nos exponen a los
peligros de este mundo.». Qué ironía, en verdad, mi buen amigo.
Como si fuese una bofetada, una fortuita gota
descendió de aquellas nubes grises y vino a caer sobre mi nariz; enseguida
regresé de mi ensueño y miré a mi alrededor como si acabara de despertar.
—¿Has visto algo? —pregunté.
—No lo vas a creer —respondió Eduardo sin apartar la
vista de los binoculares.
—¿Qué sucede? —espeté impaciente— ¿Has visto a Mario?
—No —dijo lacónicamente.
—¡Joder, Eduardo —exclamé respirando forzosamente—,
anda, dime de una vez qué has visto.
Contemplando su rostro, vi que sus labios comenzaban a
partirse para transmitirme qué era lo que estaba viendo. Sin embargo, de su
boca no salió más que aire. Sin poder contenerme, le arranqué los binoculares
de las manos y apunté en la misma dirección que él. Enseguida comprendí por qué
había enmudecido; merodeando en el pequeño bosque —a escasos metros del río y a
un kilómetro de la urbanización— vagaba libremente un gran número de
infectados.
—¿Los que estaban en la alambrada? —fue mi pregunta retórica.
—Los que estaban en la alambrada —repitió Eduardo, al
mismo tiempo que las nubes se rendían y comenzaban a vaciarse sobre nosotros.
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