Madrid 24 de Diciembre de 2011
15:22
Hoy ha sido un día productivo (obviando el gigantesco
moratón en mi espalda). Hemos conseguido agua y comida para -por lo mínimo- unas
semanas. El plan era bastante básico (e
improvisado): entrar al edificio que está al otro lado de la calle y buscar –desesperadamente-
víveres en los diferentes hogares.
Antes de salir, nos pusimos de acuerdo en ir todos
juntos. Si Mario decide actuar, no vamos a obsequiarle la ventaja de estar
separados; jamás me permitiría dejar sola a Claudia ahora.
En completo
silencio, cruzamos el parque de la urbanización y nos aventuramos a la calle.
Con la pequeña mano de Claudia aferrada a la mía, caminaba a la par de Eduardo;
ambos mirando – obsesivamente- en todas direcciones. A plena luz del día y con
el incesante cantar de los pájaros, cruzamos la calle.
Su fachada de ladrillos nos recibió fría e indiferente
como la nieve.
-Esperad aquí -dijo Eduardo y se arrimó al portal.
A una calle de distancia pude ver a un infectado en el
asfalto mirando en dirección opuesta a nosotros, moviéndose al ritmo de su
música infernal. Iba a comunicárselo a Eduardo, cuando me percaté de que la
razón por la cual el muerto no hacia más que mecerse, era que sus piernas
habían sido completamente devoradas. Sentí entonces como la mirada de Claudia
seguía a la mía e, intentando privarla de uno de tantos horrores, di un paso
adelante ocultando así al infectado.
-Está abierta -susurró Eduardo-. Ponte detrás de mí,
ten tu martillo preparado -dijo enseñándome el suyo (nuestras precarias armas).
Laura cogió a Claudia de la mano y se posicionó por
detrás de mí. Cristina, por su parte, sostenía la soga atada al cuello de Rambo
con ojos inexpresivos. Nos adentramos al edificio con total cautela, haciendo
el menor ruido posible. Claudia cubría su pequeña boca con su mano libre; le
había dicho que, para que las criaturas no nos encontrasen, debía taparse la
boca cada vez que sentía ganas de gritar.
El olor a putrefacción nos rodeó enseguida, una línea
pensante cruzó tanto la frente de Eduardo como la mía. Consternados seguimos avanzando
hasta topar, unos metros más adelante, con el origen del hedor. Un hombre, o
mejor dicho los huesos de éste, estaban en el suelo. Las criaturas lo habían
devorado por completo. En sus esqueléticas manos aún asía un manojo de llaves.
-Parece que estamos de suerte -dije incrédulo y me
agaché para coger las llaves-. Aunque si los infectados que hicieron esto
siguen aquí... -apenas pronuncié tales palabras, oí una profunda aspiración proveniente
de mi hija Claudia; su mano aplastándose contra su delicado rostro
reprocharon mis palabras. Sin saber bien
qué decir, cogí el manojo de llaves y emprendimos la subida hacia la primera
planta.
La iluminación en las escaleras era precaria, algún
que otro rayo de luz se colaba por las pequeñas, y esparcidas, ventanas que
dotaban el lugar. Con los oídos igual de atentos que Rambo, subimos
escalón por escalón; intentando detectar alguna posible amenaza. Cada sonido tenía
una interpretación, y en más de una ocasión me encontré dándome la vuelta tras
escuchar un sonido, que no era más que los pasos producidos por uno de nosotros. Con
nuestros martillos proyectando extrañas sombras sobre la puerta cortafuegos,
llegamos a la primera planta. Eduardo posó su mano en el pomo y se dispuso a
abrirla.
-Espera un momento -interrumpió Laura.
Eduardo la miró sin comprender, mientras ella se acercaba a la puerta. Yo aproveché
para mirar hacia arriba por el hueco de la escalera. La mala iluminación y mi
estado nervioso, se empecinaban en hacerme interpretar todas las sombras que
allí se proyectaban. No obstante, no percibí peligro alguno y volví mi atención
a Laura.
-¿Qué sucede? -musité
Ella me miró con ojos acusadores -toda una experiencia
nueva, debo decir- y puso su dedo índice sobre sus labios. Sacando unos
centímetros la lengua, Laura dio un golpecillo prácticamente inaudible a la
puerta con sus delicados nudillos. Todos en el grupo nos limitamos a aguzar el
oído. Incluso Rambo miraba en dirección a la puerta con las orejas paradas.
-Nada -susurró Laura-. Una vez más.
Como la vez anterior, chocó sus nudillos contra
la fría puerta, esta vez un decibelio más fuerte. Otra vez nos quedamos
petrificados esperando. Después de unos segundos, y viendo que el silencio
sepulcral era inalterable, Eduardo volvió a agarrar el pomo de la puerta y
asintió en dirección a Laura. En ese preciso instante, el gemido cansado e
infernal de uno de ellos se pudo oír por detrás de la puerta. La criatura no
estaba enfadada aún, sino que actuaba de la manera que suelen hacerlo cuando
"investigan" algo. Sus suspiros asemejaban a los de un actor mediocre interpretando a un personaje moribundo. De pronto, sentimos sus
dedos acariciando la superficie de la puerta, mientras exhalaba aire a modo de interrogación.
Me pregunté entonces si aquella criatura era capaz de intuir lo que se ocultaba
por detrás de la puerta, pero pasados unos segundos sentimos como los gemidos
se iban alejando al ritmo de sus pasos en otra dirección.
Laura continuaba con su rostro pegado a la puerta, su
mejilla se abultaba por debajo de su ojo izquierdo y un mechón de color ambarino
caía sobre su ojo derecho. Cuando se hubo despegado de la puerta, me miró y negó con la cabeza. Una necesidad de apartar el mechón que
cruzaba su ojo color miel, me poseyó de improvisto. Ella se llevó una mano a la
frente y con un rápido movimiento apartó el cabello de su rostro. Luego volvió
a coger la mano de Claudia y asintió en dirección a las escaleras.
-Sigamos -confirmó Eduardo tomando la iniciativa.
Reanudé el paso detrás de él -un poco desorientado- y proseguimos hacia la planta número dos. El
silencio había retomado el protagonismo, siendo el sonido de nuestras pisadas nuestra
única compañía. Los pequeños pasitos de Claudia eran como puñales en mi
consciencia; aquél no era lugar para una niña, y era yo quien la había llevado
allí. Con cada escalón que mis cansadas piernas subían, mi boca intentaba
masticar una culpa que me era imposible de tragar.
A la cabeza de la procesión, Eduardo se movía como la
brisa; despacio, inseguro y persistente. En la retaguardia, Cristina y Rambo
eran igual de sigilosos, mi amigo imitaba nuestro prudencia y Cristina ofrecía
la misma cara inexpresiva, la cual me era visible aun dándole la espalda.
Cuando quedaban unos pocos escalones para llegar a la segunda planta, me
encontré visualizando aquel mechón de pelo travieso. Cuando estaba a punto de
reprocharme tal ocurrencia, la entrada a la segunda planta entró en mi campo
visual. Mi cuerpo se quedó tieso; la puerta cortafuegos estaba abierta de par
en par.
Con la vista clavada en la puerta, Eduardo levantó su
mano indicándonos que nos detuviésemos. Estiró su cuello lo más que pudo y,
pasados unos segundos, nos pidió que le siguiéramos. Caminando, prácticamente,
en punta de pies, nos acercamos a la puerta. El silencio se colaba por mis oídos
y daba rienda suelta a mi imaginación. Un vistazo rápido escaleras arriba
confirmó que ésta seguía despejada.
-Voy a echar un vistazo -susurró Eduardo.
Asentí y cuando éste introdujo la cabeza unos
centímetros en el pasillo, para comprobar si había moros en la costa, Rambo se
excitó y quiso ir tras él. La soga en manos de Cristina dio un fuerte tirón y se
le podría haber escapado, si yo no la hubiese agarrado con fuerza en ese
momento, rozando levemente sus dedos. Busqué sus ojos entonces, pero no los
encontré.
-Hay tres de ellos al final del rellano, mirando como
idiotas a través de la ventana -comentó Eduardo, llevándose una mano a la
frente.
Juntos, y con la mayor delicadeza posible, cerramos la
puerta y continuamos el ascenso. Nos dirigíamos a la tercera planta -el
edificio sólo tenía cuatro-; nuestras esperanzas de hacernos con víveres sin
cruzarnos con infectados se iban mermando. Además, el hecho de continuar
subiendo dejando aquellas criaturas a nuestras espaldas, me provocaba escalofríos.
Cuando nos quedaban unos pocos escalones para llegar a la tercera planta, un
estómago rugió con furia y el sonido retumbó en el hueco de la escalera. Supe
con certeza que el sonido no provenía de mí. Nadie dijo absolutamente nada y seguimos caminando. Mi mente incansable me sugirió entonces que el
pequeño cuerpo de Claudia se estaba quejando por la falta de alimentos, y fue
entonces cuando decidí cambiar de estrategia.
Me quité de forma rápida y sigilosa las zapatillas y
las deposité en el escalón donde estaba Claudia.
-¿Me las cuidas? -le pregunté una vez agachado,
mirándola a los ojos.
Ella asintió, y, recogiendo mis zapatillas de
baloncesto del suelo, se las llevó al pecho y las estrujó contra él. Antes de
ponerme de pie, le di un beso en su frente tibia. Una vez estuve de vuelta en
el mundo de los adultos -Rambo había decidido investigar el interior de mi
calzado con su hocico, para deleite de Claudia- , me encontré con sus miradas;
“¿qué piensas hacer?” me preguntaron todos al unísono sin abrir la boca.
-Ahora vuelvo -dije entre dientes-. Esperad aquí.
Sentí el aire a mis espaldas cuando Eduardo intentó,
sin éxito, agarrar mi hombro. Entre pasos largos y saltos silenciosos -se me
podría haber confundido con Heidi tranquilamente-, llegué a la puerta de la
tercera planta. Después de asegurarme que nada me sorprendería por las
espaldas, acerqué mi oído izquierdo. Enseguida tuve que reprimir el
deseo de dar un paso atrás, ya que el metal estaba dolorosamente frío.
Sintiendo como los músculos de mi rostro se contraían, agucé el
oído; había por lo menos dos muertos rondando el rellano, arrastrando sus
decrépitos pies y hablando en aquel terrorífico idioma de gemidos. Me giré
sobre mis talones y busqué con la vista a mis compañeros. Los ojos bien
abiertos de Eduardo me transmitieron su descontento e intriga. No tenía tiempo
ni ganas de explicarme en aquel momento; me limité a indicarle con señas que
esta planta no era segura y que me dirigía a la última; que se quedarán allí
donde estaban hasta que volviera. Por último, le guiñé un ojo a Claudia antes
de reanudar mis saltos “mudos” y repletos de gracia.
Martillo en mano, subí aquellos últimos escalones. Una
diáfana ventana posicionada sobre el final de las escaleras, inundó de repente
mi campo visual con un blanquecino resplandor que me cegó por unos segundos. Me
quedé allí, frotándome los ojos, hasta que el aire y las imperceptibles
vibraciones del suelo me transmitieron que algo me acechaba. Reaccioné lo más
rápido que pude abriendo los ojos de par en par y dando un paso atrás. Para mi
desgracia, mis ojos no fueron capaces de visualizar nada y mi pie jamás halló
el escalón que buscaba. Caí hacia atrás, completamente ciego, golpeándome con
violencia la espalda. Enseguida, el aire que llevaba en los pulmones me
abandonó. Como si fuera de alguna ayuda, me llevé la mano izquierda a la zona
lumbar, frotándola con rapidez. Después de pestañear unas cuantas veces, la
vista por fin se me aclaró y pude ver mis compañeros a mi alrededor; Eduardo me
ofrecía su mano, acompañada por unas cejas ceñidas en clara desaprobación. Para
mi sorpresa, cuando me puse de pie descubrí que el dolor era sólo una molestia
(paradójicamente, ahora estoy sentado y apenas puedo moverme a causa
del bendito dolor en la espalda).
Cuando Laura y Eduardo se disponían a reanudar su argumento
para que no actuara sólo una vez más; corrí de forma sigilosa
hasta la última puerta cortafuegos y, sin pensarlo dos veces, la abrí. Pude oír
el suspiro de Laura en aquel momento, me giré y saludé con la mano a Claudia
quien me miraba confusa mientras yo me adentraba en la última planta y cerraba
la puerta detrás de mí.
Todavía con la mano en el pomo de la puerta, mi piel
se erizó al sentir la diferencia de temperatura que había entre las escaleras y
el pasillo en el cual me adentraba. Mientras mis ojos se acostumbraban, una vez
más, a otro repentino cambio de luz, creí ver al final del corredor a los tres
zombies que Eduardo había divisado en la segunda planta. Como siempre, mi mente
no paraba de acojonarme sin causa alguna, ya que no había nadie a mi derecha; no había nadie en todo el
largo y angosto pasillo.
La última planta estaba compuesta por un total de
cuatro pisos, los cuales me disponía a revisar de pies a cabeza en busca de comida.
Con cautela, y aferrando el martillo en mi mano derecha, di unos golpes
silenciosos a la puerta del 4 G -todavía no deja de asombrarme la capacidad
auditiva que tienen estas jodidas criaturas-. Esperé unos segundos, mientras el
corazón se empecinaba en bombear sangre a velocidades exageradas, y, buscando
con el pulso de un francotirador en el manojo de llaves “4 G”, me dispuse a
invadir la primera morada. Cual fue mi sorpresa cuando, al abrir la puerta, me
encontré con una vivienda completamente vacía; no había muebles,
electrodomésticos, comida… nada. Dudo siquiera que alguien haya vivido allí
antes de la epidemia.
Encogiendo los hombros, regresé por donde había venido y una vez hube
vuelto al rellano, mis hombros se hundieron aun más. Desde mi posición veía
claramente a la puerta del siguiente piso, abierta, invitando a cualquiera a profanarla.
Me aproximé con cuidado y, agazapándome contra el marco de la puerta, aventuré
una mirada; varios muebles estaban boca abajo y a su alrededor una mezcla de
objetos -ropa, juguetes, libros, electrodomésticos- estaban esparcidos por doquier. Mis
pies entraron en contacto con el suelo de madera de la vivienda, y mi peso
provocó que una tabla crujiera debajo de mí. Alcé mi martillo al instante y me
preparé… No había nadie allí. Exhalé con ganas y continué investigando la casa.
Un plasma de unas cuarenta pulgadas yacía tumbado frente al sofá, a su lado y
enredado en una mata de cabellos de plástico, un costoso equipo de sonido
también yacía en el suelo. Una pequeña biblioteca de color negro estaba partida
en dos, mientras que sus literarios contenidos poblaban el suelo de forma desorganizada.
Ya en la cocina, me encontré a una de aquellas
cafeteras modernas con una pequeña torre repleta de cápsulas de diferentes
colores, un microondas digital negro y… nada de comida. Los armarios estaban abiertos
y en su interior no habitaba nada más que el polvo. El frigorífico y el
congelador enseñaban sus vacuas entrañas y se reían de mi famélica condición;
los habitantes de aquella casa se habían llevado consigo lo único que tenían de
valor. En aquel momento, he de admitirlo, sentí odio hacia aquella familia. Me
les figuraba alrededor de una gran mesa, sonrientes, contentos, a salvo,
comiendo…
Con un sabor entre desilusión y envidia, abandoné la
vivienda. Ni bien hube salido, mis ojos como faros se posaron sobre la puerta
de mi próxima alternativa, otro mazazo castigó mi autoestima; la puerta estaba
abierta al igual que la del piso del cual salía con manos vacías. De dentro de la
vivienda brotaba un pequeño haz de luz que terminaba iluminando el felpudo
olvidado en el umbral. Caminé como un sonámbulo y una vez allí, con una mano en
el marco que sostenía tanto mi cuerpo como mi espíritu, contemplé el interior
de la vivienda; cajones abiertos, ropa esparcida por doquier, muebles tumbados…
Con una parsimonia manchada de pesimismo, caminé hacia la cocina para confirmar
mi corazonada; los inquilinos -quienes seguramente se habían marchado junto a
sus vecinos- se habían llevado toda la comida que alguna vez había sido
almacenada en la casa.
El rostro de Claudia se me hizo presente en aquel
momento, con sus gigantescos ojos verdes exigiéndome, pidiéndome una explicación
solución que yo era incapaz de otorgarle. Como un hombre sentenciado a la silla
eléctrica, atravesé los inútiles obstáculos esparcidos por el suelo y me dirigí
hacia la última vivienda.
Estaba en el rellano cuando, de repente, me pareció
oír un sonido similar al de unas gotas de agua cayendo sobre metal. Agucé el
oído y la vista; entonces, toda la planta se anquilosó, la luz que se colaba
por la ventana al final del pasillo aparentó,
en aquel momento congelar las partículas de polvo que flotaban por el aire.
Apenas podía escuchar el sonido de mi respiración y desde las escaleras no
provenía ruido alguno. Sin embargo, aquel tímido sonido que asemejaba una
gotera se tornó más audible, y, como si fuera un acusador dedo índice, me
señaló al “4 D”. Hipnotizado por el sonido, me dirigí hacia la puerta. El ruido
se iba, gradualmente, convirtiendo en realidad. Como si fuera una broma
macabra, en el momento en el que me detuve frente al 4 D, el sonido se
extinguió. Desde que vivo en este jodido mundo inconcebible, en más de una
ocasión he sentido que perdía el juicio; ésta fue una de esas ocasiones.
Dubitativo, alcé la mano izquierda y di un miedoso
golpe en la puerta. Pasado un segundo, aquel sonido metálico se tornó audible
una vez más pero, esta vez, en forma de un estruendo que sacudió la puerta y me
invitó a dar un paso atrás. Ya no eran gotas de agua sobre metal, sino
martillazos sobre madera.
-¿Hola? -pregunté en vano.
Con la ventana del pasillo y la puerta del 4 D a mi
derecha, apoyé mi peso contra la pared donde terminaba el marco de la puerta, y
mientras apretaba con fuerza el martillo en mi mano derecha, introduje la llave
en la cerradura. [¡CLANG!], 1, 2, 3… giré la llave. [¡CLANG!],
1, 2, 3… otro giro más. [¡CLANG!], 1, 2… giré y empujé hacia adentro, regresando
mi mano izquierda al martillo, aferrándole así con las dos manos y preparándome
para hundirle el cráneo a aquel desgraciado. Lo primero que captaron mis ojos,
fue un destello de color rojo que se abalanzó sobre mí. Al instante, el
martillo descendió con rabia sobre “lo rojo”, produciendo un estruendo metálico
aun más audible que el anterior. Su cuerpo cayó al suelo y, durante los escasos
segundos que estuvo tendido allí, me permitió echarle un buen vistazo a la
criatura: era un infectado de mediana edad en avanzado estado de
descomposición, al abrir la puerta una bocanada de aire putrefacto se había
inyectado en mis pulmones. Sin embargo, lo más extraño de todo era lo que
llevaba el cabrón en la cabeza; un casco de centurión romano, con su cresta de
plumas rojas transversal y sus respectivas protecciones dorsales.
Antes de que pudiera hacer una observación más, el
muerto ya estaba de pie, con sus brazos estirados y su mandíbula retractada.
[¡CLANG!] mi martillo estalló una vez más en su casco, lo que únicamente
provocó que el zombie diera unos pasos atrás y bramara con impotencia.
Entonces, la criatura se movió con felina agilidad y, pegando un salto con sus
decrépitas piernas, aterrizó sobre mí y me derribó. Agarré al cabrón por los
hombros, mientras éste soltaba malolientes dentelladas sobre mi rostro.
Entonces me percaté que le faltaba un ojo y que su labio superior ya no estaba
allí. El martillo yacía a una distancia inalcanzable por lo que, en aquel
momento, maldije mi “valentía”. Su cuerpo gélido enviaba escalofríos a todas
las zonas de mi ser y, entre el frío y la adrenalina que corrían por dentro de
mí como dos corceles, empujé con todas mis fuerzas hacia arriba. El infectado
quedó boca abajo como una tortuga durante unos segundos, los cuales aproveché
para saltar su cuerpo y entrar en el 4 D. Estaba cerrando la puerta, cuando el
cabrón la embistió con su casco, abriéndola de par en par y haciéndome
retroceder al interior de la vivienda -se ve que el podrido había aprendido la
utilidad del ornamento que se había puesto en vida-. Corrí en dirección al
salón, mientras su respiración forzada me pisaba los talones. Al llegar a la
mesa, me detuve y miré a mi alrededor; obviando el hedor que lo impregnaba
todo, la casa aparentaba estar en perfectas condiciones, pero no conseguía
divisar nada que pudiese utilizar a modo de arma.
El infectado rodeaba la mesa como una rata de
laboratorio detrás de mí, mientras que yo, como carnada, corría y examinaba la
casa en busca de mi “salvación”. De repente, el zombie dejó escapar un gruñido
que heló mi sangre. Con aquella sustancia negruzca chorreando de su boca, puso
ambas manos por debajo de la mesa, rugió una vez más, y la hizo volar por los
aires. Antes de que el mueble cayera al suelo, yo ya estaba corriendo hacia una
habitación que tenía a mi izquierda. Al entrar, el olor a muerte se intensificó
hasta el punto que sentí los -casi inexistentes- contenidos de mi estomago en
la garganta. La habitación estaba adornada con imágenes de princesas sobre paredes rosas. Allí, junto a una de las paredes, una litera servía de sepultura
para los cadáveres de dos niñas pequeñas que aparentaban haber muerto por inanición.
El padre entró entonces gimiendo por la puerta
mientras yo agarraba fuertemente uno de los tubos de la cama. Cuando se
abalanzó sobre mí, tiré con todas mis fuerzas y ésta se desplomó sobre la
criatura. Un sonido seco y repentino retumbó en la habitación. Sin perder
tiempo, sorteé a la cama y al infectado, y, me disponía a abandonar el piso
cuando algo en la habitación contigua captó mi atención. Podía escuchar al
infectado retorciéndose debajo de la cama a mis espaldas, sin embargo, caminé
anonadado hacia lo que mis ojos creían ver.
La habitación aparentaba ser una especie de estudio;
con su ordenador, biblioteca, silla negra de ejecutivo y, junto a la ventana un
altar. “ROMA” ponía una inscripción tallada en mármol y, por debajo, todo tipo
de objetos romanos; monedas, mapas, esculturas, pequeñas figuras, libros… y
allí, descansando sobre una superficie de piedra, dentro de una vaina tallada de
madera con imágenes de Rómulo y Remo, y debajo de otra inscripción en mármol
que indicaba “GLADIVS”, una espada. Llevé mis manos curiosas a la empuñadura y
la levanté, asombrándome por su peso. Como si practicara un ritual, la
desenvainé y la inscripción “TOLETVM” reflejo la luz del sol y me transmitió su
fiabilidad.
Estaba -como un niño- comprobando el filo de la hoja,
cuando oí los pasos del infectado. Éstos ya no eran ágiles, sino que daba la
impresión de que la criatura se estaba arrastrando. Giré y confronté la puerta,
listo para recibir a mi atacante. Luego de unos segundos en los que mis
nudillos quedaron completamente blancos de tanto apretar la empuñadura, el
zombie apareció aun más horrendo que antes. Su pierna izquierda había quedado en una postura similar a una “L”. El desdichado caminaba como un pirata con pata de
palo, apoyando su peso en una endeble pierna que crujía con cada paso, y que yo
no entendía cómo no se desprendía de aquel cuerpo descompuesto.
Con sus manos
estiradas y su ojo blancuzco fijo en mí, la criatura se aproximaba implacable.
Cansado de la espera, y sintiendo una energía renovada en mí, caminé hacia él;
llevé hacia atrás mi brazo derecho, aspiré, y, ubicando mi peso en la rodilla
izquierda, le di una potente estocada. Dejé que la hoja le atravesara el pecho,
mientras que éste ni se inmutaba o caía al suelo; tampoco
pretendí que lo hiciese. Retracté la espada con agilidad y girándola para
que quedara en horizontal, le cercené el cuello; su cabeza cayó al suelo y
produjo, por última vez, aquel escalofriante [¡CLANG!].
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