Sunday 18 November 2012

POST LXVII - En búsqueda de víveres

Madrid 24 de Diciembre de 2011

15:22


Hoy ha sido un día productivo (obviando el gigantesco moratón en mi espalda). Hemos conseguido agua y comida para -por lo mínimo- unas semanas.  El plan era bastante básico (e improvisado): entrar al edificio que está al otro lado de la calle y buscar –desesperadamente- víveres en los diferentes hogares.

Antes de salir, nos pusimos de acuerdo en ir todos juntos. Si Mario decide actuar, no vamos a obsequiarle la ventaja de estar separados; jamás me permitiría dejar sola a Claudia ahora. 

En completo silencio, cruzamos el parque de la urbanización y nos aventuramos a la calle. Con la pequeña mano de Claudia aferrada a la mía, caminaba a la par de Eduardo; ambos mirando – obsesivamente- en todas direcciones. A plena luz del día y con el incesante cantar de los pájaros, cruzamos la calle.

Su fachada de ladrillos nos recibió fría e indiferente como la nieve.

-Esperad aquí -dijo Eduardo y se arrimó al portal.

A una calle de distancia pude ver a un infectado en el asfalto mirando en dirección opuesta a nosotros, moviéndose al ritmo de su música infernal. Iba a comunicárselo a Eduardo, cuando me percaté de que la razón por la cual el muerto no hacia más que mecerse, era que sus piernas habían sido completamente devoradas. Sentí entonces como la mirada de Claudia seguía a la mía e, intentando privarla de uno de tantos horrores, di un paso adelante ocultando así al infectado.

-Está abierta -susurró Eduardo-. Ponte detrás de mí, ten tu martillo preparado -dijo enseñándome el suyo (nuestras precarias armas).

Laura cogió a Claudia de la mano y se posicionó por detrás de mí. Cristina, por su parte, sostenía la soga atada al cuello de Rambo con ojos inexpresivos. Nos adentramos al edificio con total cautela, haciendo el menor ruido posible. Claudia cubría su pequeña boca con su mano libre; le había dicho que, para que las criaturas no nos encontrasen, debía taparse la boca cada vez que sentía ganas de gritar.


El olor a putrefacción nos rodeó enseguida, una línea pensante cruzó tanto la frente de Eduardo como la mía. Consternados seguimos avanzando hasta topar, unos metros más adelante, con el origen del hedor. Un hombre, o mejor dicho los huesos de éste, estaban en el suelo. Las criaturas lo habían devorado por completo. En sus esqueléticas manos aún asía un manojo de llaves.

-Parece que estamos de suerte -dije incrédulo y me agaché para coger las llaves-. Aunque si los infectados que hicieron esto siguen aquí... -apenas pronuncié tales palabras, oí una profunda aspiración proveniente de mi hija Claudia; su mano aplastándose contra su delicado rostro reprocharon mis palabras.  Sin saber bien qué decir, cogí el manojo de llaves y emprendimos la subida hacia la primera planta.

La iluminación en las escaleras era precaria, algún que otro rayo de luz se colaba por las pequeñas, y esparcidas, ventanas que dotaban el lugar. Con los oídos igual de atentos que Rambo, subimos escalón por escalón; intentando detectar alguna posible amenaza. Cada sonido tenía una interpretación, y en más de una ocasión me encontré dándome la vuelta tras escuchar un sonido, que no era más que los pasos producidos por uno de nosotros. Con nuestros martillos proyectando extrañas sombras sobre la puerta cortafuegos, llegamos a la primera planta. Eduardo posó su mano en el pomo y se dispuso a abrirla.

-Espera un momento -interrumpió Laura.

Eduardo la miró sin comprender, mientras ella se acercaba a la puerta. Yo aproveché para mirar hacia arriba por el hueco de la escalera. La mala iluminación y mi estado nervioso, se empecinaban en hacerme interpretar todas las sombras que allí se proyectaban. No obstante, no percibí peligro alguno y volví mi atención a Laura.

-¿Qué sucede? -musité

Ella me miró con ojos acusadores -toda una experiencia nueva, debo decir- y puso su dedo índice sobre sus labios. Sacando unos centímetros la lengua, Laura dio un golpecillo prácticamente inaudible a la puerta con sus delicados nudillos. Todos en el grupo nos limitamos a aguzar el oído. Incluso Rambo miraba en dirección a la puerta con las orejas paradas.

-Nada -susurró Laura-. Una vez más.

Como la vez anterior, chocó sus nudillos contra la fría puerta, esta vez un decibelio más fuerte. Otra vez nos quedamos petrificados esperando. Después de unos segundos, y viendo que el silencio sepulcral era inalterable, Eduardo volvió a agarrar el pomo de la puerta y asintió en dirección a Laura. En ese preciso instante, el gemido cansado e infernal de uno de ellos se pudo oír por detrás de la puerta. La criatura no estaba enfadada aún, sino que actuaba de la manera que suelen hacerlo cuando "investigan" algo. Sus suspiros asemejaban a los de un actor mediocre interpretando a un personaje moribundo. De pronto, sentimos sus dedos acariciando la superficie de la puerta, mientras exhalaba aire a modo de interrogación. Me pregunté entonces si aquella criatura era capaz de intuir lo que se ocultaba por detrás de la puerta, pero pasados unos segundos sentimos como los gemidos se iban alejando al ritmo de sus pasos en otra dirección.

Laura continuaba con su rostro pegado a la puerta, su mejilla se abultaba por debajo de su ojo izquierdo y un mechón de color ambarino caía sobre su ojo derecho. Cuando se hubo despegado de la puerta, me miró y negó con la cabeza. Una necesidad de apartar el mechón que cruzaba su ojo color miel, me poseyó de improvisto. Ella se llevó una mano a la frente y con un rápido movimiento apartó el cabello de su rostro. Luego volvió a coger la mano de Claudia y asintió en dirección a las escaleras.

-Sigamos -confirmó Eduardo tomando la iniciativa.

Reanudé el paso detrás de él -un poco desorientado-  y proseguimos hacia la planta número dos. El silencio había retomado el protagonismo, siendo el sonido de nuestras pisadas nuestra única compañía. Los pequeños pasitos de Claudia eran como puñales en mi consciencia; aquél no era lugar para una niña, y era yo quien la había llevado allí. Con cada escalón que mis cansadas piernas subían, mi boca intentaba masticar una culpa que me era imposible de tragar.

A la cabeza de la procesión, Eduardo se movía como la brisa; despacio, inseguro y persistente. En la retaguardia, Cristina y Rambo eran igual de sigilosos, mi amigo imitaba nuestro prudencia y Cristina ofrecía la misma cara inexpresiva, la cual me era visible aun dándole la espalda. Cuando quedaban unos pocos escalones para llegar a la segunda planta, me encontré visualizando aquel mechón de pelo travieso. Cuando estaba a punto de reprocharme tal ocurrencia, la entrada a la segunda planta entró en mi campo visual. Mi cuerpo se quedó tieso; la puerta cortafuegos estaba abierta de par en par.

Con la vista clavada en la puerta, Eduardo levantó su mano indicándonos que nos detuviésemos. Estiró su cuello lo más que pudo y, pasados unos segundos, nos pidió que le siguiéramos. Caminando, prácticamente, en punta de pies, nos acercamos a la puerta. El silencio se colaba por mis oídos y daba rienda suelta a mi imaginación. Un vistazo rápido escaleras arriba confirmó que ésta seguía despejada.

-Voy a echar un vistazo -susurró Eduardo.

Asentí y cuando éste introdujo la cabeza unos centímetros en el pasillo, para comprobar si había moros en la costa, Rambo se excitó y quiso ir tras él. La soga en manos de Cristina dio un fuerte tirón y se le podría haber escapado, si yo no la hubiese agarrado con fuerza en ese momento, rozando levemente sus dedos. Busqué sus ojos entonces, pero no los encontré.

-Hay tres de ellos al final del rellano, mirando como idiotas a través de la ventana -comentó Eduardo, llevándose una mano a la frente.

Juntos, y con la mayor delicadeza posible, cerramos la puerta y continuamos el ascenso. Nos dirigíamos a la tercera planta -el edificio sólo tenía cuatro-; nuestras esperanzas de hacernos con víveres sin cruzarnos con infectados se iban mermando. Además, el hecho de continuar subiendo dejando aquellas criaturas a nuestras espaldas, me provocaba escalofríos. Cuando nos quedaban unos pocos escalones para llegar a la tercera planta, un estómago rugió con furia y el sonido retumbó en el hueco de la escalera. Supe con certeza que el sonido no provenía de mí. Nadie dijo absolutamente nada y seguimos caminando. Mi mente incansable me sugirió entonces que el pequeño cuerpo de Claudia se estaba quejando por la falta de alimentos, y fue entonces cuando decidí cambiar de estrategia.

Me quité de forma rápida y sigilosa las zapatillas y las deposité en el escalón donde estaba Claudia.

-¿Me las cuidas? -le pregunté una vez agachado, mirándola a los ojos.

Ella asintió, y, recogiendo mis zapatillas de baloncesto del suelo, se las llevó al pecho y las estrujó contra él. Antes de ponerme de pie, le di un beso en su frente tibia. Una vez estuve de vuelta en el mundo de los adultos -Rambo había decidido investigar el interior de mi calzado con su hocico, para deleite de Claudia- , me encontré con sus miradas; “¿qué piensas hacer?” me preguntaron todos al unísono sin abrir la boca.

-Ahora vuelvo -dije entre dientes-. Esperad aquí.

Sentí el aire a mis espaldas cuando Eduardo intentó, sin éxito, agarrar mi hombro. Entre pasos largos y saltos silenciosos -se me podría haber confundido con Heidi tranquilamente-, llegué a la puerta de la tercera planta. Después de asegurarme que nada me sorprendería por las espaldas, acerqué mi oído izquierdo. Enseguida tuve que reprimir el deseo de dar un paso atrás, ya que el metal estaba dolorosamente frío. Sintiendo como los músculos de mi rostro se contraían, agucé el oído; había por lo menos dos muertos rondando el rellano, arrastrando sus decrépitos pies y hablando en aquel terrorífico idioma de gemidos. Me giré sobre mis talones y busqué con la vista a mis compañeros. Los ojos bien abiertos de Eduardo me transmitieron su descontento e intriga. No tenía tiempo ni ganas de explicarme en aquel momento; me limité a indicarle con señas que esta planta no era segura y que me dirigía a la última; que se quedarán allí donde estaban hasta que volviera. Por último, le guiñé un ojo a Claudia antes de reanudar mis saltos “mudos” y repletos de gracia.

Martillo en mano, subí aquellos últimos escalones. Una diáfana ventana posicionada sobre el final de las escaleras, inundó de repente mi campo visual con un blanquecino resplandor que me cegó por unos segundos. Me quedé allí, frotándome los ojos, hasta que el aire y las imperceptibles vibraciones del suelo me transmitieron que algo me acechaba. Reaccioné lo más rápido que pude abriendo los ojos de par en par y dando un paso atrás. Para mi desgracia, mis ojos no fueron capaces de visualizar nada y mi pie jamás halló el escalón que buscaba. Caí hacia atrás, completamente ciego, golpeándome con violencia la espalda. Enseguida, el aire que llevaba en los pulmones me abandonó. Como si fuera de alguna ayuda, me llevé la mano izquierda a la zona lumbar, frotándola con rapidez. Después de pestañear unas cuantas veces, la vista por fin se me aclaró y pude ver mis compañeros a mi alrededor; Eduardo me ofrecía su mano, acompañada por unas cejas ceñidas en clara desaprobación. Para mi sorpresa, cuando me puse de pie descubrí que el dolor era sólo una molestia (paradójicamente, ahora estoy sentado y apenas puedo moverme a causa del bendito dolor en la espalda).

Cuando Laura y Eduardo se disponían a reanudar su argumento para que no actuara sólo una vez más; corrí de forma sigilosa hasta la última puerta cortafuegos y, sin pensarlo dos veces, la abrí. Pude oír el suspiro de Laura en aquel momento, me giré y saludé con la mano a Claudia quien me miraba confusa mientras yo me adentraba en la última planta y cerraba la puerta detrás de mí.

Todavía con la mano en el pomo de la puerta, mi piel se erizó al sentir la diferencia de temperatura que había entre las escaleras y el pasillo en el cual me adentraba. Mientras mis ojos se acostumbraban, una vez más, a otro repentino cambio de luz, creí ver al final del corredor a los tres zombies que Eduardo había divisado en la segunda planta. Como siempre, mi mente no paraba de acojonarme sin causa alguna, ya que no había nadie a mi derecha; no había nadie en todo el largo y angosto pasillo.

La última planta estaba compuesta por un total de cuatro pisos, los cuales me disponía a revisar de pies a cabeza en busca de comida. Con cautela, y aferrando el martillo en mi mano derecha, di unos golpes silenciosos a la puerta del 4 G -todavía no deja de asombrarme la capacidad auditiva que tienen estas jodidas criaturas-. Esperé unos segundos, mientras el corazón se empecinaba en bombear sangre a velocidades exageradas, y, buscando con el pulso de un francotirador en el manojo de llaves “4 G”, me dispuse a invadir la primera morada. Cual fue mi sorpresa cuando, al abrir la puerta, me encontré con una vivienda completamente vacía; no había muebles, electrodomésticos, comida… nada. Dudo siquiera que alguien haya vivido allí antes de la epidemia. 

Encogiendo los hombros, regresé por donde había venido y una vez hube vuelto al rellano, mis hombros se hundieron aun más. Desde mi posición veía claramente a la puerta del siguiente piso, abierta, invitando a cualquiera a profanarla. Me aproximé con cuidado y, agazapándome contra el marco de la puerta, aventuré una mirada; varios muebles estaban boca abajo y a su alrededor una mezcla de objetos -ropa, juguetes, libros, electrodomésticos- estaban esparcidos por doquier. Mis pies entraron en contacto con el suelo de madera de la vivienda, y mi peso provocó que una tabla crujiera debajo de mí. Alcé mi martillo al instante y me preparé… No había nadie allí. Exhalé con ganas y continué investigando la casa. Un plasma de unas cuarenta pulgadas yacía tumbado frente al sofá, a su lado y enredado en una mata de cabellos de plástico, un costoso equipo de sonido también yacía en el suelo. Una pequeña biblioteca de color negro estaba partida en dos, mientras que sus literarios contenidos poblaban el suelo de forma desorganizada.

Ya en la cocina, me encontré a una de aquellas cafeteras modernas con una pequeña torre repleta de cápsulas de diferentes colores, un microondas digital negro y… nada de comida. Los armarios estaban abiertos y en su interior no habitaba nada más que el polvo. El frigorífico y el congelador enseñaban sus vacuas entrañas y se reían de mi famélica condición; los habitantes de aquella casa se habían llevado consigo lo único que tenían de valor. En aquel momento, he de admitirlo, sentí odio hacia aquella familia. Me les figuraba alrededor de una gran mesa, sonrientes, contentos, a salvo, comiendo…

Con un sabor entre desilusión y envidia, abandoné la vivienda. Ni bien hube salido, mis ojos como faros se posaron sobre la puerta de mi próxima alternativa, otro mazazo castigó mi autoestima; la puerta estaba abierta al igual que la del piso del cual salía con manos vacías. De dentro de la vivienda brotaba un pequeño haz de luz que terminaba iluminando el felpudo olvidado en el umbral. Caminé como un sonámbulo y una vez allí, con una mano en el marco que sostenía tanto mi cuerpo como mi espíritu, contemplé el interior de la vivienda; cajones abiertos, ropa esparcida por doquier, muebles tumbados… Con una parsimonia manchada de pesimismo, caminé hacia la cocina para confirmar mi corazonada; los inquilinos -quienes seguramente se habían marchado junto a sus vecinos- se habían llevado toda la comida que alguna vez había sido almacenada en la casa.

El rostro de Claudia se me hizo presente en aquel momento, con sus gigantescos ojos verdes exigiéndome, pidiéndome una explicación solución que yo era incapaz de otorgarle. Como un hombre sentenciado a la silla eléctrica, atravesé los inútiles obstáculos esparcidos por el suelo y me dirigí hacia la última vivienda.

Estaba en el rellano cuando, de repente, me pareció oír un sonido similar al de unas gotas de agua cayendo sobre metal. Agucé el oído y la vista; entonces, toda la planta se anquilosó, la luz que se colaba por la ventana al final del pasillo aparentó, en aquel momento congelar las partículas de polvo que flotaban por el aire. Apenas podía escuchar el sonido de mi respiración y desde las escaleras no provenía ruido alguno. Sin embargo, aquel tímido sonido que asemejaba una gotera se tornó más audible, y, como si fuera un acusador dedo índice, me señaló al “4 D”. Hipnotizado por el sonido, me dirigí hacia la puerta. El ruido se iba, gradualmente, convirtiendo en realidad. Como si fuera una broma macabra, en el momento en el que me detuve frente al 4 D, el sonido se extinguió. Desde que vivo en este jodido mundo inconcebible, en más de una ocasión he sentido que perdía el juicio; ésta fue una de esas ocasiones.

Dubitativo, alcé la mano izquierda y di un miedoso golpe en la puerta. Pasado un segundo, aquel sonido metálico se tornó audible una vez más pero, esta vez, en forma de un estruendo que sacudió la puerta y me invitó a dar un paso atrás. Ya no eran gotas de agua sobre metal, sino martillazos sobre madera.

-¿Hola? -pregunté en vano.

Sabía Intuía que lo que estaba allí dentro ya no era humano. No obstante, me eludía cómo era capaz de producir semejante ruido. 1 segundo, 2, 3, [¡CLANG!], 1, 2, 3, [¡CLANG!]… Sudando de cada poro de mi piel, me dispuse a encontrar la llave del 4 D y acabar con mi, hasta entonces, infructífera aventura de una vez por todas.

Con la ventana del pasillo y la puerta del 4 D a mi derecha, apoyé mi peso contra la pared donde terminaba el marco de la puerta, y mientras apretaba con fuerza el martillo en mi mano derecha, introduje la llave en la cerradura. [¡CLANG!], 1, 2, 3… giré la llave. [¡CLANG!], 1, 2, 3… otro giro más. [¡CLANG!], 1, 2… giré y empujé hacia adentro, regresando mi mano izquierda al martillo, aferrándole así con las dos manos y preparándome para hundirle el cráneo a aquel desgraciado. Lo primero que captaron mis ojos, fue un destello de color rojo que se abalanzó sobre mí. Al instante, el martillo descendió con rabia sobre “lo rojo”, produciendo un estruendo metálico aun más audible que el anterior. Su cuerpo cayó al suelo y, durante los escasos segundos que estuvo tendido allí, me permitió echarle un buen vistazo a la criatura: era un infectado de mediana edad en avanzado estado de descomposición, al abrir la puerta una bocanada de aire putrefacto se había inyectado en mis pulmones. Sin embargo, lo más extraño de todo era lo que llevaba el cabrón en la cabeza; un casco de centurión romano, con su cresta de plumas rojas transversal y sus respectivas protecciones dorsales.

Antes de que pudiera hacer una observación más, el muerto ya estaba de pie, con sus brazos estirados y su mandíbula retractada. [¡CLANG!] mi martillo estalló una vez más en su casco, lo que únicamente provocó que el zombie diera unos pasos atrás y bramara con impotencia. Entonces, la criatura se movió con felina agilidad y, pegando un salto con sus decrépitas piernas, aterrizó sobre mí y me derribó. Agarré al cabrón por los hombros, mientras éste soltaba malolientes dentelladas sobre mi rostro. Entonces me percaté que le faltaba un ojo y que su labio superior ya no estaba allí. El martillo yacía a una distancia inalcanzable por lo que, en aquel momento, maldije mi “valentía”. Su cuerpo gélido enviaba escalofríos a todas las zonas de mi ser y, entre el frío y la adrenalina que corrían por dentro de mí como dos corceles, empujé con todas mis fuerzas hacia arriba. El infectado quedó boca abajo como una tortuga durante unos segundos, los cuales aproveché para saltar su cuerpo y entrar en el 4 D. Estaba cerrando la puerta, cuando el cabrón la embistió con su casco, abriéndola de par en par y haciéndome retroceder al interior de la vivienda -se ve que el podrido había aprendido la utilidad del ornamento que se había puesto en vida-. Corrí en dirección al salón, mientras su respiración forzada me pisaba los talones. Al llegar a la mesa, me detuve y miré a mi alrededor; obviando el hedor que lo impregnaba todo, la casa aparentaba estar en perfectas condiciones, pero no conseguía divisar nada que pudiese utilizar a modo de arma.

El infectado rodeaba la mesa como una rata de laboratorio detrás de mí, mientras que yo, como carnada, corría y examinaba la casa en busca de mi “salvación”. De repente, el zombie dejó escapar un gruñido que heló mi sangre. Con aquella sustancia negruzca chorreando de su boca, puso ambas manos por debajo de la mesa, rugió una vez más, y la hizo volar por los aires. Antes de que el mueble cayera al suelo, yo ya estaba corriendo hacia una habitación que tenía a mi izquierda. Al entrar, el olor a muerte se intensificó hasta el punto que sentí los -casi inexistentes- contenidos de mi estomago en la garganta. La habitación estaba adornada con imágenes de princesas sobre paredes rosas. Allí, junto a una de las paredes, una litera servía de sepultura para los cadáveres de dos niñas pequeñas que aparentaban haber muerto por inanición.

El padre entró entonces gimiendo por la puerta mientras yo agarraba fuertemente uno de los tubos de la cama. Cuando se abalanzó sobre mí, tiré con todas mis fuerzas y ésta se desplomó sobre la criatura. Un sonido seco y repentino retumbó en la habitación. Sin perder tiempo, sorteé a la cama y al infectado, y, me disponía a abandonar el piso cuando algo en la habitación contigua captó mi atención. Podía escuchar al infectado retorciéndose debajo de la cama a mis espaldas, sin embargo, caminé anonadado hacia lo que mis ojos creían ver.

La habitación aparentaba ser una especie de estudio; con su ordenador, biblioteca, silla negra de ejecutivo y, junto a la ventana un altar. “ROMA” ponía una inscripción tallada en mármol y, por debajo, todo tipo de objetos romanos; monedas, mapas, esculturas, pequeñas figuras, libros… y allí, descansando sobre una superficie de piedra, dentro de una vaina tallada de madera con imágenes de Rómulo y Remo, y debajo de otra inscripción en mármol que indicaba “GLADIVS”, una espada. Llevé mis manos curiosas a la empuñadura y la levanté, asombrándome por su peso. Como si practicara un ritual, la desenvainé y la inscripción “TOLETVM” reflejo la luz del sol y me transmitió su fiabilidad.

Estaba -como un niño- comprobando el filo de la hoja, cuando oí los pasos del infectado. Éstos ya no eran ágiles, sino que daba la impresión de que la criatura se estaba arrastrando. Giré y confronté la puerta, listo para recibir a mi atacante. Luego de unos segundos en los que mis nudillos quedaron completamente blancos de tanto apretar la empuñadura, el zombie apareció aun más horrendo que antes. Su pierna izquierda había quedado en una postura similar a una “L”. El desdichado caminaba como un pirata con pata de palo, apoyando su peso en una endeble pierna que crujía con cada paso, y que yo no entendía cómo no se desprendía de aquel cuerpo descompuesto.

Con sus manos estiradas y su ojo blancuzco fijo en mí, la criatura se aproximaba implacable. Cansado de la espera, y sintiendo una energía renovada en mí, caminé hacia él; llevé hacia atrás mi brazo derecho, aspiré, y, ubicando mi peso en la rodilla izquierda, le di una potente estocada. Dejé que la hoja le atravesara el pecho, mientras que éste ni se inmutaba o caía al suelo; tampoco pretendí que lo hiciese. Retracté la espada con agilidad y girándola para que quedara en horizontal, le cercené el cuello; su cabeza cayó al suelo y produjo, por última vez, aquel escalofriante [¡CLANG!].

No comments:

Post a Comment