Sunday 14 October 2012

POST POST LXI - ¿Dónde estabas, diario?



Madrid 23 de Diciembre de 2011

21:37

No sé por qué vuelvo a la soledad del papel cada vez que algo trágico me sucede… son tiempos difíciles y lo último en mi mente debería ser sentarme a escribir en este desvencijado cuaderno. Pero, hay algo, tengo la necesidad imperiosa de escribir lo ocurrido; de desmigajarlo, de plasmar la mierda de vida que estamos forzados a llevar adelante. Es como si la única manera de desconectar de todo lo malo, fuera escribir sobre ello. Lo sé, la ironía es exquisita.

Siendo las 21:39 minutos -una única vela defendiéndome de la omnipresente oscuridad-, lo único que he comido hasta ahora ha sido una salchicha, además de haber bebido un vaso y medio de agua. La comida y el agua escasean, a tal punto de que no tenemos víveres para un día más. La situación es desesperante. Ya siento en mis propias carnes la falta de nutrientes, al serme tan dificultoso siquiera escribir. El cansancio físico va mermando mis fuerzas y me cuesta demasiado concentrarme en una tarea. Por si fuera poco, siento la boca como si hubiese masticado plástico y la garganta emula a una sierra cada vez que trago. Mañana tendré que ir a por víveres... sí o sí.

Uno de los motivos por los cuales no me he movido de la urbanización -desde el día de mi resurrección-, es Mario. El hijo de puta anda suelto por algún lugar y aún no le hemos localizado. Lo que es peor... Bueno, quizás sea mejor repasar las palabras de Laura para, de esta manera, entender mejor la situación en la que nos encontramos.

No quiero pecar de arrogante, pero lo supe desde un principio. La experiencia vivida en Coslada me había enseñado una cosa: a las personas les cuesta seguir adelante; les cuesta olvidar a los muertos. Laura me lo contó todo, mientras Eduardo miraba a un punto fijo y se limitaba a asentir. Su voz era delicada, de sus ojos brotaban unas cuantas lágrimas y apenas podía respirar:

«Todo ocurrió muy pronto. Durante las primeras semanas de la infección, un anciano del bloque 1 -en el que estamos ahora- fue mordido a escasos pasos de la entrada. Sólo le llevó una tarde completar la transformación. Por suerte, nadie estaba con él cuando sucedió. La medida que tomamos entonces, propuesta y aceptada por una gran cantidad de vecinos, fue dejar al anciano encerrado en su casa y, para evitar la propagación, que todos las personas con viviendas en el bloque central fueran trasladadas a los dos edificios colindantes. Tienes que comprender, Marcos, que estoy hablando de los primeros días; la información de la que disponíamos era muy escasa y únicamente nos quedaba actuar por instinto.

»Como he dicho, todos terminamos evacuando este edificio. La escena me recordaba a la de una familia judía en la segunda guerra mundial, viéndose obligada a dejar atrás todo aquello por lo que trabajó durante tantos años, para terminar en un gueto. Aún puedo ver las caras de tristeza de los niños, mientras sus padres afirmaban que el cambio sería por unos días. Muchos de ellos reprimían las lágrimas, intentaban mostrar una fortaleza que les carcomía por dentro. Y así, sólo quedó Clemente, el anciano. ¿Cómo íbamos a saber que luego nuestros dos refugios se convertirían en una trampa mortal?

No sé con certeza quién propagó la infección por el bloque 2 y el 3, pero en cuestión de días todo se fue al diablo. Aún recuerdo las puertas de los pisos siendo azotadas desde dentro por sus ocupantes ya muertos. Intentamos actuar igual que con Clemente, pero fue imposible encerrarlos a todos. La única razón por la cual la gente no abandonaba los bloques, era por miedo a lo que les esperaba fuera.

El último día fue escalofriante. Mi esposo estaba tendido en la cama, su rostro poblado de sudor. Recuerdo que sus últimas palabras fueron “Tengo hambre”. Con su transpiración en mis manos, me dirigí a la cocina del piso que compartíamos con otra pareja más, y le preparé un bocadillo. Cuando regresé a la habitación, él ya no estaba. Oí ruidos provenientes de la habitación de nuestros compañeros y, aún con el plato de comida entre manos, fui a ver qué ocurría. Me es vergonzoso admitirlo, pero, ¿puedes creer que sentí celos? La persiana estaba un tanto bajada y apenas entraba la luz del día. En la cama estaba la mujer y sobre ella; mi marido. Él se movía con vigorosidad y ella gemía. Durante unos segundos, lo único que sentí en mi interior fueron celos. Como si hubiese recibido un golpe físico, el plato se resbaló de mis manos, para terminar destrozándose contra el suelo. En ese instante la mujer gritó un “Ayudame” que se coló por entre mis huesos. También fue cuando mi marido giró su cabeza hacia mí y comenzó a perseguirme.

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