La explosión daño sus oídos y el perro no pudo evitar saltar hacia atrás. Cientos de cuerpos volaron por los aires y cayeron al
suelo como gotas de lluvia; todos chamuscados. Aun así, un gran número de ellos
continuaba moviéndose, mientras que muchos otros se acercaban al lugar atraídos
por el ruido.
Rambo los observaba con sus orejas como flechas. En
ese instante, una pequeña infectada posó sus ojos en él. Rambo creyó reconocer
a la niña y, sin moverse de su lugar, ladró. El sonido fue como una gota de
sangre en las aguas de un tiburón. Los muertos advirtieron la presencia de
Rambo y comenzaron a arrastrar sus miembros decrépitos hacia él. La niña cada
vez estaba más cerca. El perro esperaba en su lugar, obediente, a su dueña. Sin
embargo, cuando ésta estaba aún a unos cuantos pasos de distancia, Rambo consiguió
olerla. No era ella, sino una de esas criaturas. Reviviendo el ataque en la
carretera, Rambo se echó a correr.
-¡Hijos de putaaaaa! –el río trajo la voz de su amo, la
cual pudo oírse por sobre los gruñidos de las criaturas.
Aguzando el oído, Rambo se encaminó hacia los
insultos.
Como un galgo, el can llegó corriendo a la orilla. Sus
orejas eran dos antenas mientras sus ojos y su olfato escrutaban la escena. Ese
olor agrio que impregnaba sus cuerpos, era como una patada en el hocico. El
perro se había quedado inmovilizado; cientos de infectados se retorcían en el
agua, incapaces de salir de ella. Entonces, como si la misma brisa le hubiese
enviado una señal, Rambo captó el aroma de su amo. Levantando una de sus patas
delanteras, el perro intentó comprender de dónde provenía. Se acercó unos pasos
más al río y lo confirmó; su amo lo había cruzado y luego continuado su camino
por la otra orilla. El perro estaba buscando un pasaje por donde poder sortear
el río, cuando ese hedor agrio hirió su hocico y oyó a sus espaldas unos pasos
que avanzaban apresuradamente.
El sol comenzaba a asomar por oriente, Rambo sintió el
aire cálido en su lomo antes de girar y esquivar al muerto que venía a por él.
Éste cayó de bruces en la orilla, y cuando se puso de pie, Rambo ya era
inalcanzable; su galope repleto de gracia levantaba la tierra y la despedía con
desdén tras de sí. Pero el animal no corría sin sentido, sino que seguía el rastro
de Marcos.
No obstante, sus sentidos estaban completamente
alborotados. El olor que despedían los muertos, los sonidos que emitían en el
agua, sumado a esa extraña libertad que experimentaba al estar al aire libre;
con la tierra bajo sus patas, la naturaleza a su alrededor y el sol
iluminándole el camino, le confundían. En ese instante, como si nada de lo
acontecido tuviese importancia, Rambo olió algo cerca, entre los árboles. Aguzó
la vista y la vio; una ardilla. Como si su único objetivo en la vida fuera
cazarla, Rambo corrió detrás del animal.
El roedor corría por su vida, mientras Rambo lo
perseguía incasablemente. La pequeña ardilla llegó a la base de un árbol y
saltó, sus pequeñas garras se aferraron enseguida a la madera emitiendo un
sonido casi silencioso. Rambo observaba impotente desde abajo como su apresa
desaparecía en la copa del árbol. Frustrado, comenzó a ladrar y dar pequeños
saltitos en el lugar. Arriba, la ardilla no se movía; se había quedado
paralizada con los ojos fijos hacia abajo. Debajo, Rambo ladraba sin cesar.
De repente, como si se hubiese materializado detrás
una hoja, un gato negro apareció en el campo visual del perro. Aquellos saltitos
se transformaron en gruñidos y los ladridos retumbaron entre los árboles. El
pequeño tigre se acercaba sigilosamente, sus escápulas marcando cada paso. Su
mirada felina estaba centrada en la ardilla y no prestaba atención al perro
debajo. El gato era un cuadro en las retinas de Rambo. Al mismo tiempo, la
ardilla continuaba agazapada en la rama que ahora transitaba el felino; todavía
con sus ojos fijos en Rambo. Una vibración en la rama le sirvió de advertencia,
pero, antes de que pudiera echarse a correr, el gato ya la tenía entre sus
garras.
Desde abajo, Rambo observó cómo la rama se sacudía
violentamente, para luego detenerse por completo y no dar señal alguna de gato
o ardilla. Con la lengua fuera, un aroma familiar invadió su hocico. Alzó la
cabeza y se encaminó hacia el río con el olor de su amo como guía.
A escasos kilómetros,
una horda de zombies se dirigía hacia el pequeño bosque. Los ladridos habían
sido como una bengala para las criaturas.
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