Marcos observaba estupefacto
como el coche desaparecía de vista, rodando sobre el terraplén. De repente
sintió una mano fría en su cuello y se dio la vuelta para encontrarse al
niño que minutos antes había atacado a Rambo. Marcos le cogió por la
clavícula, evitando así sus dentelladas. Continuaron forcejeando, hasta que su
maltrecha pierna no pudo más. Sintió el vacío en su espalda al perder el
equilibrio y se despidió del mundo. Al caer, su pierna impactó contra una roca
del tamaño de una pelota de fútbol. Marcos soltó un grito agonizante. El muerto
se proponía morder su brazo, cuando un rodillazo lo envió a volar. Marcos miró
su pierna sin comprender; aquel golpe se la había entumecido por completo.
Agradeciéndole al Dios que María alababa tanto, Marcos inició una carrera
desesperada hacia el río.
Cada uno de sus pasos levantaba una
pequeña nube de polvo. No obstante, al mirar atrás observó como cientos de otros
pasos generaban una tormenta de polvo a sus espaldas. Los muertos chocaban
contra la valla metálica, caían de bruces al suelo y luego se levantaban con
sus rostros empolvados, gruñendo y corriendo tras sus pasos.
-¡Hijos de puta! -gritó
Marcos con el río por delante y sus sonidos guturales en el aire.
El río estaba cerca, pero
también lo estaban ellos. Marcos sentía un ardor en sus pulmones que amagaba
con detener su organismo por completo y sus piernas eran ya algo ajeno a su
cuerpo. Una vez más le invadió aquel sentimiento suicida; la solución fácil,
dejarse caer y que todo terminara. Pero Marcos había aprendido su lección y,
además, John no podía rescatarle esta vez.
La luna le iluminaba escasamente el camino, por tal razón Marcos no pudo ver la roca con la que tropezó a escasos
20 metros del río. El polvo le cegó los ojos por unos instantes, pero eso no impidió
que se pusiera de pie. Enseguida sintió como la sangre se le subía a la cabeza. Mareado, iba a retomar la carrera cuando sintió unas uñas largas en su omóplato; se giró pero no pudo ver nada, esperaba sentir algunos dientes hincándose
en alguna parte de su cuerpo, pero no fue así. “¿Tropezaría el zombie con la
misma piedra?” se preguntó mientras continuaba la carrera.
El Manzanares estaba a
apenas unos pasos. Los gemidos eran ensordecedores, las criaturas sentían que
su cena se les escapaba. Con el cuerpo adormecido, Marcos miró por última vez
hacia atrás -el infectado más cerca estaba a unos cinco metros- y se lanzó al
río. Las aguas del Manzanares no son profundas en absoluto y Marcos se encontró
arrastrando sus pies pesados en una superficie arenosa y rocosa, con agua hasta
la cintura. [Splash] Los muertos comenzaban a adentrarse en el agua.
Sin atreverse a mirar atrás,
Marcos continuó levantando sus pies de plomo una y otra vez. No tenía ni frío
ni calor. Ya no pensaba en su supervivencia. Ya no pensaba. Su cuerpo se movía
por motu proprio hacia delante, mientras
que su mente ya se había trasladado a la
otra orilla, a salvo. Se movía sin expresión alguna, sus piernas provocaban
pequeños oleajes y sus brazos salpicaban su cara y su cabello con gotas de agua
en las que se reflejaba la luna. A sus espaldas se podía oír un ruido similar al
de varios cocodrilos agitándose en el
agua.
De repente su pierna derecha
se detuvo; había pisado terra firma. Como si le hubiesen practicado un electrochoque, Marcos volvió en sí. Posó sus manos sobre las rodillas y miró de
reojo al río. Los muertos se caían constantemente, algunos incluso flotaban a
la deriva -al parecer ahogados-. Ninguno había podido superar los primeros
metros siquiera. Gruñían, gemían y extendían sus brazos al cielo con sus ojos
clavados en él. Chapoteaban, se subían unos encima de otros, pero no conseguían
avanzar.
Marcos se erigió con una
sonrisa en sus labios y después de escupir un hilo pegajoso de saliva, exclamó:
-¡Hijos de puta! -y se
desplomó en el suelo.
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