Saturday 22 September 2012

POST LVI - El reloj negro de John IV



Marcos observaba estupefacto como el coche desaparecía de vista, rodando sobre el terraplén. De repente sintió una mano fría en su cuello y se dio la vuelta para encontrarse al niño que minutos antes había atacado a Rambo. Marcos le cogió por la clavícula, evitando así sus dentelladas. Continuaron forcejeando, hasta que su maltrecha pierna no pudo más. Sintió el vacío en su espalda al perder el equilibrio y se despidió del mundo. Al caer, su pierna impactó contra una roca del tamaño de una pelota de fútbol. Marcos soltó un grito agonizante. El muerto se proponía morder su brazo, cuando un rodillazo lo envió a volar. Marcos miró su pierna sin comprender; aquel golpe se la había entumecido por completo. Agradeciéndole al Dios que María alababa tanto, Marcos inició una carrera desesperada hacia el río.

Cada uno de sus pasos levantaba una pequeña nube de polvo. No obstante, al mirar atrás observó como cientos de otros pasos generaban una tormenta de polvo a sus espaldas. Los muertos chocaban contra la valla metálica, caían de bruces al suelo y luego se levantaban con sus rostros empolvados, gruñendo y corriendo tras sus pasos.

-¡Hijos de puta! -gritó Marcos con el río por delante y sus sonidos guturales en el aire.

El río estaba cerca, pero también lo estaban ellos. Marcos sentía un ardor en sus pulmones que amagaba con detener su organismo por completo y sus piernas eran ya algo ajeno a su cuerpo. Una vez más le invadió aquel sentimiento suicida; la solución fácil, dejarse caer y que todo terminara. Pero Marcos había aprendido su lección y, además, John no podía rescatarle esta vez.

La luna le iluminaba escasamente el camino, por tal razón Marcos no pudo ver la roca con la que tropezó a escasos 20 metros del río. El polvo le cegó los ojos por unos instantes, pero eso no impidió que se pusiera de pie. Enseguida sintió como la sangre se le subía a la cabeza. Mareado, iba a retomar la carrera cuando sintió unas uñas largas en su omóplato; se giró pero no pudo ver nada, esperaba sentir algunos dientes hincándose en alguna parte de su cuerpo, pero no fue así. “¿Tropezaría el zombie con la misma piedra?” se preguntó mientras continuaba la carrera.

El Manzanares estaba a apenas unos pasos. Los gemidos eran ensordecedores, las criaturas sentían que su cena se les escapaba. Con el cuerpo adormecido, Marcos miró por última vez hacia atrás -el infectado más cerca estaba a unos cinco metros- y se lanzó al río. Las aguas del Manzanares no son profundas en absoluto y Marcos se encontró arrastrando sus pies pesados en una superficie arenosa y rocosa, con agua hasta la cintura. [Splash] Los muertos comenzaban a adentrarse en el agua.

Sin atreverse a mirar atrás, Marcos continuó levantando sus pies de plomo una y otra vez. No tenía ni frío ni calor. Ya no pensaba en su supervivencia. Ya no pensaba. Su cuerpo se movía por motu proprio hacia delante, mientras que  su mente ya se había trasladado a la otra orilla, a salvo. Se movía sin expresión alguna, sus piernas provocaban pequeños oleajes y sus brazos salpicaban su cara y su cabello con gotas de agua en las que se reflejaba la luna. A sus espaldas se podía oír un ruido similar al de varios cocodrilos agitándose en el agua.

De repente su pierna derecha se detuvo; había pisado terra firma. Como si le hubiesen practicado un electrochoque, Marcos volvió en sí. Posó sus manos sobre las rodillas y miró de reojo al río. Los muertos se caían constantemente, algunos incluso flotaban a la deriva -al parecer ahogados-. Ninguno había podido superar los primeros metros siquiera. Gruñían, gemían y extendían sus brazos al cielo con sus ojos clavados en él. Chapoteaban, se subían unos encima de otros, pero no conseguían avanzar.

Marcos se erigió con una sonrisa en sus labios y después de escupir un hilo pegajoso de saliva, exclamó:

-¡Hijos de puta! -y se desplomó en el suelo.

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