Cuchillo en mano, giré para encontrarme con… nada.
Tragué saliva mientras apuntaba con la linterna escaleras abajo, pero no había
rastros de personas o infectados. La ventana del descansillo, sin embargo,
estaba rota -como si una piedra la hubiese atravesado-. Me quedé allí unos
segundos respirando profundamente, hasta que decidí que era hora de proseguir
mi camino. A medida que descendía, el hedor se iba tornando cada vez más
intenso.
Cuarto piso, mismo escenario; puerta cerrada, escalera
despejada. Unos escalones más y llegué a mi destino, el tercer piso. En esta
ocasión, la puerta cortafuegos se encontraba ligeramente abierta. Otra vez mi
mente quiso advertirme de lo que interpretaba como “peligro”, paralizando mi
cuerpo como a una estatua. Intenté observar a través de la pequeña rendija,
pero no podía hacerlo a oscuras y la mano que sostenía la linterna no quería
obedecerme.
El destino quiso que en ese instante Rambo reanudara
su serenata. Si no quería tener que lanzar todos los electrodomésticos por la
ventana, tenía que actuar… y pronto. Abrí la puerta con cautela y el olor a
excremento me mareó al instante. Venía de esta planta y, con seguridad, estaba
oyendo al autor de tan peculiar pestilencia. La luz de mi linterna invadió el
rellano y me permitió distinguir los tres pisos, dos de ellos mantenían sus
puertas cerradas y el otro -de donde provenían los ladridos- tenía la puerta
semi abierta. Con mi izquierda alumbrando y con la derecha apretando el
cuchillo, comencé a caminar en dirección a aquel apartamento. “¿Qué vas a hacer
con el perro?”, pensé por primera vez a escasos metros de la puerta
entreabierta. Sabía que tenía que hacer algo al respecto, pero no había
meditado sobre qué hacer exactamente con Rambo. “Rambo, ¿qué cómo sé su
nombre?” proseguía en mis cavilaciones. “Pues, será por el hecho de que los
niños del tercero gritaban ‘Rambo’ sin cesar y podía oírles desde casa. O, tal
vez, por aquella ocasión en la que encontré su collar en el ascensor…” Había
conseguido ausentarme mentalmente, cuando otros ruidos se unieron a los
ladridos. Eran movimientos, pasos, incluso golpes me pareció distinguir.
-¿Hola? -pregunté sin que nadie me respondiera.
-¿Hay alguien allí dentro? -insistí sin suerte.
Cuando sentía que mi cuerpo iba a activar de nuevo el
“modo invernadero”, escuché lo que indudablemente era otro infectado golpeando
con sus puños la puerta del portal.
-Joder -musité al mismo tiempo que abrí la puerta del
piso.
Lo que me encontré fue una escena dantesca; Rambo le
estaba ladrando a aquel niño de rizos rubios que recordaba. Excepto que éste
era ahora uno de ellos. Me costó entender al principio por qué no atacaba al
perro, en vez de sólo estirar su brazo y soltar dentelladas al aire. Fue cuando
iluminé a lo que se encontraba a su lado que lo comprendí; su madre el
cadáver inerte de su madre estaba sentado contra la pared. Su muñeca derecha
revelaba un evidente corte, cubierto por sangre seca. Su mano derecha aún se
aferraba a la de su hijo. El cuerpo sin vida se movía con cada tirón que daba
el pequeño infectado. Para suerte de Rambo, el niño debió de haberse convertido
una vez el rigor mortis se había apoderado de ella, su mano maternal quedando
cerrada como un candado inmortal.
De repente el pequeño dejo de moverse, su postura, su
mirada; todo me recordó a María cuando se miraba al espejo aquella noche
fatídica. Como actor de una obra bien ensayada, Rambo cesó sus ladridos. Yo,
estupefacto, no podía hacer más que contemplar la escena y apuntar la linterna.
Pero el infectado afuera en la calle no entendía de treguas y continuaba
impactando sus putrefactos miembros contra la puerta.
Creo que fueron dichos ruidos que despertaron la
atención del niño, quien miró en mi dirección y comenzó a tirar de su madre
nuevamente con renovado esfuerzo.
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