Saturday 19 May 2012

POST XII - Rambo


Cuchillo en mano, giré para encontrarme con… nada. Tragué saliva mientras apuntaba con la linterna escaleras abajo, pero no había rastros de personas o infectados. La ventana del descansillo, sin embargo, estaba rota -como si una piedra la hubiese atravesado-. Me quedé allí unos segundos respirando profundamente, hasta que decidí que era hora de proseguir mi camino. A medida que descendía, el hedor se iba tornando cada vez más intenso.
Cuarto piso, mismo escenario; puerta cerrada, escalera despejada. Unos escalones más y llegué a mi destino, el tercer piso. En esta ocasión, la puerta cortafuegos se encontraba ligeramente abierta. Otra vez mi mente quiso advertirme de lo que interpretaba como “peligro”, paralizando mi cuerpo como a una estatua. Intenté observar a través de la pequeña rendija, pero no podía hacerlo a oscuras y la mano que sostenía la linterna no quería obedecerme.
El destino quiso que en ese instante Rambo reanudara su serenata. Si no quería tener que lanzar todos los electrodomésticos por la ventana, tenía que actuar… y pronto. Abrí la puerta con cautela y el olor a excremento me mareó al instante. Venía de esta planta y, con seguridad, estaba oyendo al autor de tan peculiar pestilencia. La luz de mi linterna invadió el rellano y me permitió distinguir los tres pisos, dos de ellos mantenían sus puertas cerradas y el otro -de donde provenían los ladridos- tenía la puerta semi abierta. Con mi izquierda alumbrando y con la derecha apretando el cuchillo, comencé a caminar en dirección a aquel apartamento. “¿Qué vas a hacer con el perro?”, pensé por primera vez a escasos metros de la puerta entreabierta. Sabía que tenía que hacer algo al respecto, pero no había meditado sobre qué hacer exactamente con Rambo. “Rambo, ¿qué cómo sé su nombre?” proseguía en mis cavilaciones. “Pues, será por el hecho de que los niños del tercero gritaban ‘Rambo’ sin cesar y podía oírles desde casa. O, tal vez, por aquella ocasión en la que encontré su collar en el ascensor…” Había conseguido ausentarme mentalmente, cuando otros ruidos se unieron a los ladridos. Eran movimientos, pasos, incluso golpes me pareció distinguir.
-¿Hola? -pregunté sin que nadie me respondiera.
-¿Hay alguien allí dentro? -insistí sin suerte.
Cuando sentía que mi cuerpo iba a activar de nuevo el “modo invernadero”, escuché lo que indudablemente era otro infectado golpeando con sus puños la puerta del portal.
-Joder -musité al mismo tiempo que abrí la puerta del piso.
Lo que me encontré fue una escena dantesca; Rambo le estaba ladrando a aquel niño de rizos rubios que recordaba. Excepto que éste era ahora uno de ellos. Me costó entender al principio por qué no atacaba al perro, en vez de sólo estirar su brazo y soltar dentelladas al aire. Fue cuando iluminé a lo que se encontraba a su lado que lo comprendí; su madre el cadáver inerte de su madre estaba sentado contra la pared. Su muñeca derecha revelaba un evidente corte, cubierto por sangre seca. Su mano derecha aún se aferraba a la de su hijo. El cuerpo sin vida se movía con cada tirón que daba el pequeño infectado. Para suerte de Rambo, el niño debió de haberse convertido una vez el rigor mortis se había apoderado de ella, su mano maternal quedando cerrada como un candado inmortal.
De repente el pequeño dejo de moverse, su postura, su mirada; todo me recordó a María cuando se miraba al espejo aquella noche fatídica. Como actor de una obra bien ensayada, Rambo cesó sus ladridos. Yo, estupefacto, no podía hacer más que contemplar la escena y apuntar la linterna. Pero el infectado afuera en la calle no entendía de treguas y continuaba impactando sus putrefactos miembros contra la puerta.
Creo que fueron dichos ruidos que despertaron la atención del niño, quien miró en mi dirección y comenzó a tirar de su madre nuevamente con renovado esfuerzo.

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